12 febrero 2008

DETRÁS DE TODAS LAS COSAS EXQUISITAS HAY ALGO TRÁGICO




Yolanda buscaba oro porque no tenía otra opción. Su infancia transcurrida entre sábanas de seda y escuelas francesas era un recuerdo tan remoto que parecía un sueño. Ahora los días se iban interminablemente dentro de ese río, con la falda hasta los muslos, entre mazamorreros groseros e incultos con los que procuraba no mezclarse.

Cada anochecer, cuando ya el cuerpo se encontraba tan cansado que ni siquiera dolía, evocaba con amargura y desazón a su padre, hombre carismático y seductor, que terminó por perder la fortuna de su familia en Montecarlo apostando a los caballos que nunca llegaron primeros, y al póker de reinas que fue superado por una imposible flor imperial.

Todavía podía recordar el aroma de violetas en el cuarto de su madre muerta, la sangre mezclada con el agua de la tina brotando por la puerta del baño, que echó a perder el pie de cama de Alejandría, el regalo de bodas de la tía Margarita -esa vieja canalla que no quiso darles la mano cuando más lo necesitaban. Su madre, una niña consentida de la alta sociedad que permanecía más de compras que en su propia casa, la mujer más bella y triste que haya visto Yolanda en su vida; las risas en las tardes estivales, las lágrimas derramadas en la almohada por una vida vacía, y un matrimonio por conveniencia. Ciertamente detrás de todas las cosas exquisitas hay algo trágico. Su madre murió, y con ella su exquisitez y su tristeza.

Toda la historia a cuestas, cada anochecer se inicia como una película trágica que alguien ha programado para que se reproduzca incesantemente, y cada mañana al alba, Yolanda regresa al río, con la falda hasta los muslos, entre esos hombrecitos que en otras circunstancias, no serían ni siquiera dignos de ser sus sirvientes.

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