Yolanda buscaba oro porque no
tenía otra opción. Su infancia transcurrida entre sábanas de seda y escuelas
francesas era un recuerdo tan remoto que parecía un sueño. Ahora los días se
iban interminablemente dentro de ese río, con la falda hasta los muslos, entre
mazamorreros groseros e incultos con los que procuraba no mezclarse.
Cada anochecer, cuando ya el
cuerpo se encontraba tan cansado que ni siquiera dolía, evocaba con amargura y
desazón a su padre, hombre carismático y seductor, que terminó por perder la
fortuna de su familia en Montecarlo apostando a los caballos que nunca llegaron
primeros, y al póker de reinas que fue superado por una imposible flor
imperial.
Todavía podía recordar el aroma
de violetas en el cuarto de su madre muerta, la sangre mezclada con el agua de
la tina brotando por la puerta del baño, que echó a perder el pie de cama de
Alejandría, el regalo de bodas de la tía Margarita -esa vieja canalla que no
quiso darles la mano cuando más lo necesitaban. Su madre, una niña consentida
de la alta sociedad que permanecía más de compras que en su propia casa, la
mujer más bella y triste que haya visto Yolanda en su vida; las risas en las
tardes estivales, las lágrimas derramadas en la almohada por una vida vacía, y
un matrimonio por conveniencia. Ciertamente detrás de todas las cosas
exquisitas hay algo trágico. Su madre murió, y con ella su exquisitez y su
tristeza.
Toda la historia a cuestas, cada
anochecer se inicia como una película trágica que alguien ha programado para
que se reproduzca incesantemente, y cada mañana al alba, Yolanda regresa al
río, con la falda hasta los muslos, entre esos hombrecitos que en otras
circunstancias, no serían ni siquiera dignos de ser sus sirvientes.
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