Ella no puede dormir. Trató con
pastillas, ejercicio, yoga, películas repetidas, tisanas, y hasta hipnosis.
Nada le funcionó. Después de muchos años logró adaptar sus rutinas a los
horarios imposibles de su ciclo circadiano y alrededor de las tres de la
madrugada baja a la cafetería cercana a su casa donde come algo liviano y toma
un café mientras lee la novela de turno.
Él está escribiendo un libro o
componiendo una canción, quizá dibujando algo. Es artista, tiene que serlo con
su cara seria –casi atormentada- Siempre llega a la cafetería a la misma hora,
toma la mesa del fondo y no para de garabatear en una libreta. Pide expreso y
despacha a la camarera apresuradamente como si interrumpiera algo muy
importante. De vez en cuando levanta la cabeza para mirarla. Siempre la ve
llegar con un libro, pedir café y sentarse en el mismo lugar frente a la
ventana. No se ha animado a hablarle, ella está más allá de su alcance. El
gesto con su mano atrapando el cabello bajo la oreja, la sonrisa que brinda a
la camarera, la seriedad en el rostro mientras repasa las hojas del libro. Le
gustaría capturarla en la libreta, pero se le escapa el detalle preciso.
Esperar a que algo pase puede
resultar agotador pero hacer que las cosas sucedan es todo un arte. Hoy decidió
hablarle. Pero no precisa cómo abordarla sin ser rechazado. Tendría que ser
algo muy casual para no asustarla y suficientemente interesante para que lo
atienda sin sentirse interrumpida. Decidió hablarle sobre libros, que por suerte
es uno de sus temas de dominio y algo que a ella parece gustarle tanto como el
café.
Últimamente desea que llegue la
madrugada, ya no le teme. Lleva dos semanas hablando con el artista de la
cafetería y cada conversación la entusiasma. La anticipación del encuentro
permanece durante la vigilia y al dormir sueña con él. Se levanta con
delicadeza de la cama para no molestar al esposo, que llegó de viaje hace
algunas horas y tiene la suerte de dormir en horas normales. Se viste con
descuido, toma su libro, las llaves, y camina las escasas cuadras que la
separan de su encuentro.
Está en su lugar acostumbrado, lo
saluda con la mano y pide un café negro sin azúcar a la camarera, que le sonríe
y saluda como a una vieja conocida. Le hace una seña para que lo acompañe y
ella se acerca hasta la silla frente a él. Qué día más largo y pesado, ¿Te fue
bien? ¿En qué trabajas hoy? ¿Te pasó algo interesante? Y siempre le pasa algo
interesante. Ella lo escucha a veces sin oírlo, su voz le encanta, la
transporta, la tranquiliza. Pasan horas que no siente, y llega el momento de
despedirse. El momento de ir a su vida real.
Él se pregunta todo el día qué
estará haciendo ella y entra en la cafetería imaginándola en cualquier
actividad que pudiera realizar a esa hora extraña. Cada madrugada desde que se
hicieron amigos teme que no venga. Sabe que un día no va a venir y entiende que
está bien que algo así suceda. Hoy tiene mucho para contarle, cosas que le
pasaron durante el día y cosas que sabe de memoria desde su niñez. Siempre cree
que va a aburrirla o abrumarla con tantas palabras y un día ella
va a gritarle que se calle, pero también sabe que estaría bien porque él
entiende de soledades y de gente que se aburre y se marcha. No es que no le
importe, sabe que así son la vida y la gente, lo ha aceptado como un hecho
porque en el fondo nada importa, sólo este momento, y ahora vive para contarle
cosas a ella en el rincón de la madrugada que comparten y eso también está
bien.
La ve a través de la ventana antes
de que ella lo vea. Lleva puestos unos jeans, una camisa a cuadros y trae un libro
en la mano derecha. Está despeinada y va sonriendo discretamente. Entra en el
local, lo saluda y pide el café de siempre. Él la llama con los ojos y con la
mano y ella se desliza hasta la mesa. ¿Te fue bien hoy? ¿Cómo vas con el
libro? ¿Dormiste bastante? Él le habla sobre su escritor favorito y cómo logra
retratar la realidad a través de detalles mínimos, cómo sus personajes logran
modificar la historia con sólo mover una taza o calzarse un zapato. Parece
aburrida, seguro está aburrida. Pasan las horas y ella se marcha porque debe
dormir un poco antes de ir al trabajo. Se va a su vida real, deslizándose como llegó, y él
pide otro expreso antes de irse a la suya.
Deberíamos almorzar un día de
estos, vernos de día como la gente normal y no como vampiros -Se ríe contenta
al decirlo- tal vez ir al museo o al cine y compartir un helado o unas
cervezas. Vamos mañana, dice él. ¡Podríamos ir a bailar! No, a bailar no, no me
gusta bailar. Bueno, al cine entonces. Vamos al cine, en la cinemateca pasan
una película que quiero mostrarte, es perfecta la ocasión. Bueno. Vale.
Son las tres, pero es de día y
ella está nerviosa porque ha llegado antes que él y teme que no se presente a
la cita. Estaría en casa sola, porque su esposo salió de viaje otra vez, de
modo que le alegra poder hacer algo fuera y tener compañía. Lo inusual del
acontecimiento la tiene con una disposición emocional extraña, aunque también
está así porque va a ver al artista en un territorio nuevo, bajo otras luces,
en otro contexto. Está nerviosa porque sabe que ha comenzado a gustarle más
allá de lo que le cuenta, más allá de lo que debería gustarle. Se pregunta qué
pensará de ella y por qué sigue hablándole, por qué accedió a verla a otras
horas y en otro lugar. Piensa y sigue pensando distraída y la llegada de él la
toma por sorpresa, le sonríe y lo saluda como siempre, pero de forma diferente
porque hoy todo es diferente.
No contaba con el horario del transporte
público, calculó mal la hora y va un poco tarde, sudoroso, acelerado. La ve
esperándolo en una silla del parque, frente a la cinemateca. Se ve diferente:
Lleva un vestido, está peinada, se maquilló un poco y está más bonita de día.
Se disculpa por la tardanza, pero ella sonríe y de inmediato él se tranquiliza
como si eso bastara para detener el mundo unos segundos y normalizar la
respiración agitada que trae por el afán. Entran al cine y pasan hora y media
con la pantalla frente a ellos. Él anticipa lo que quiere decirle sobre la película y
se anima más.
Frente a unas cervezas el tiempo
pasa lento, charlando sobre la película y sobre la vida miran la lluvia que
llegó sin anunciarse. Él habla como siempre y ella un poco más que de costumbre
porque el licor le afloja la lengua. Se miran a los ojos y a los labios,
intentan actuar normalmente pero la normalidad está al otro lado de la ciudad,
tal vez al otro lado del mundo. Él quiere besarla pero no sabe si va a ser
correspondido, así que hace bromas para que ella ría porque de ese modo puede
ver mejor su boca e imaginar su sabor. Ella quiere besarlo pero sabe que no
debe porque sería el primer paso para perder la voluntad y todo lo
demás. El tiempo tomó vuelo y de repente se hizo la hora de irse, au revoir mon
chérié, see you soon, matta ne.
La segunda salida durante el día
fue para almorzar. Él llegó puntual donde ya esperaba ella y la conversación
fluyó como siempre. Caminaron luego de comer y entraron por cervezas en un
estanco abierto y fresco. Me gustaría irme lejos y regresar sólo para que me
mires como me miras ahora. ¿Cómo te estoy mirando? Como si estuvieras enamorada
de mí. Qué tontería, si vos sabés que
creo que el amor es estúpido. El amor no es estúpido. Blah blah bla, sí lo es,
y de no serlo, a mí no me sirve para lo que se supone que sirve. ¿Y para qué
sirve entonces? Para procrear y llenar la tierra de modernas e inútiles copias
de uno mismo. ¿En serio crees eso? ¿En realidad importa? No, no importa. Bueno.
Bueno. Quiero besarte. También yo. Silencio incómodo que se expande entre
ellos. Intentan hablar de otras cosas, pero las palabras quedaron flotando y la
rareza del momento se puede tocar con los dedos. Entonces él decide besarla
sabiendo que nada importa más allá del momento y ella responde al beso con
renuncia, entendiendo que algunas cosas son inevitables.
Entraron separados a la
habitación. Ella la recorrió con la mirada, estaba ordenada y no era
desagradable. Él fue al baño. Ella se desnudó, se acostó y se cubrió con la
sábana. Al regresar también él se desnudó y la descobijó despacio,
acariciándola. Se acostó a su lado sin dejar de tocarla. Ella lo besó y lo
abarcó con los brazos. Él no tuvo una erección, había bebido mucho, sin embargo
le bastaban las manos y la boca. – ¡No me muerdas! –La mordió en los hombros,
en la espalda, en el costado, en la cadera derecha; cuando la mordió
fuertemente en la mejilla, ella le dio un golpe seco en la cara. ¡No me
muerdas! Él hace un gesto de dolor, pero
vuelve a besarla. Ella lo muerde en las piernas y en un hombro como venganza,
pero también lo disfruta. Él dice: –Me vas a dejar marcas pero la verdad no me
importa. Ella se ríe.
De costado mirándose. Las narices
muy cerca, besándose de cuando en cuando, respirando el aire del otro, oliéndose
mutuamente. Ella le acaricia el pelo y la mejilla, él cierra los ojos y dice “te quiero”, probablemente pensando en otros rostros y otros
cuerpos. Juntos reposan preguntándose qué pasará a continuación. Él se duerme y
ronca un poco. –Es muy tarde, hay que irse- Ella se levanta, se viste y se
tiende en la cama mientras él se pone la ropa, pero entonces algo pasa, se
transforma, se eleva. –No, ya es muy tarde, hay que irse. Pero ella sabe que va
a perder más tiempo negándose y ambos van a estar molestos al final, de modo
que consiente. Él le agarra fuerte el hombro, sus dedos se marcan bajo la
clavícula. Los dos se hallan al borde. Los gemidos quedos de él, la luz del
cuarto, la sensación en la entrepierna, todo junto hace que la cama parezca
girar. Él le da un beso y ella se maravilla con sus labios, con el sabor de su
boca, con las ganas de quedarse ahí para siempre. Pero ya es muy tarde y hay
que irse.
En el baño se acicala y se
acomoda la ropa. Salen de la habitación tomados de la mano, despidiéndose con
la promesa de repetir el encuentro. Algún día quizá. O no.
Se le ha vuelto extraño caminar
hasta la cafetería pensando que él no va a estar ahí. En ocasiones no está,
pero de él aprendió que la vida se compone de una infinidad de momentos que
ocurren en el presente y no vale la pena nada que vaya más allá. Cuando por
fortuna lo encuentra conversan como siempre, como si no hubiese una historia de
mordiscos entre ellos y es maravilloso porque disipa cualquier incomodidad
hipotética y les aleja del común de la gente. La fascinación por su voz y su
charla siguen ahí, su vida real sigue ahí, y eso también está bien.
Él va cada vez que puede, se le
ha hecho un poco difícil estar todas las madrugadas en la cafetería porque su
vida cambió de repente y sus horarios son diferentes ahora, pero quiere verla y
contarle las cosas que están en su cabeza, probablemente porque ella escucha, o
porque le gusta mirarla cuando se ríe. Tal vez se ha vuelto un hábito difícil
de dejar, y mortal como el licor o el cigarrillo. Pero seguramente no importa. De algo tiene
que morirse la gente.